Por Juan Carlos Vitela Melgar,
Académico de Negocios Internacionales de la Facultad de Economía y Negocios de la Universidad Anáhuac México, y Consultor Asociado del Instituto de Desarrollo Empresarial Anáhuac IDEA
Si bien las actividades humanas no son la única fuente de GEI, es un factor contribuyente contra el cual las economías, particularmente de los sistemas democráticos, han emprendido esfuerzos regulatorios, tecnológicos, financieros, operativos y de mercado para reducir sus inventarios de gases contaminantes, con el objetivo de minimizar el impacto que estos tienen, no solo para sus poblaciones, sino para todo el mundo.
Entre los esfuerzos regulatorios más sobresalientes destacan: la promulgación del Protocolo de Kioto en 1997, con entrada en vigor hasta el 2005; la Cumbre de las Naciones Unidas sobre el Desarrollo Sostenible en Nueva York de 2015, en la que se aprobó la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, y que uno de los objetivos en la materia (ODS), el siete, trata sobre Energía Asequible y No Contaminante para garantizar el acceso a una energía segura, sostenible y moderna para todos; así como el Acuerdo de Paris en 2016, el cual México firmó y ratificó.
En materia de mercado, la gestión del quehacer humano se ha hecho cada vez más responsable de los impactos que se generan, como consecuencia de la creciente demanda de rendición de cuentas por parte de los consumidores y habitantes, quienes exigen a las empresas y a sus gobiernos, con mayor vigor, bienes y servicios que protejan los derechos humanos; entre ellos, el del acceso a un medio ambiente sano y limpio.
Aunado a ello, en el ámbito financiero, los inversionistas suelen concientizarse cada vez más de la necesidad de buscar una rentabilidad sostenible y ética de sus activos, gracias a lo cual se han creado nuevos mercados como el de emisiones, certificados de energía limpia, créditos de carbono, entre otros, que ofrecen instrumentos tendientes a la compensación de contaminantes por parte de los distintos agentes de una economía.
En cuanto a operación y tecnología se refiere, los actores económicos buscan una manufactura cada vez más responsable con el medio ambiente y las comunidades, lo que se ha traducido en la búsqueda de una sustitución de materiales en las cadenas productivas, en donde la energía y la electricidad no son una excepción, al grado de que los sectores público, privado y civil han hecho posible la instalación de centrales solares fotovoltaicas, eólicas, de biogás y, últimamente de forma incipiente, las de generación de hidrógeno verde.
Estas últimas tienen su fuente primaria en dichas centrales para el procesamiento químico del agua que descomponga las moléculas de hidrogeno y oxígeno, para proveer de electricidad a la actividad humana, con un impacto ambiental por mucho inferior al que tienen las fuentes ricas en carbono (como el petróleo y sus derivados, gas, diésel, coque, etc.).
Todo lo anterior, ha ocasionado un proceso de descarbonización cada vez más intensivo que va materializando los ideales del Acuerdo de Paris, de una forma cada vez más exigible para nuestra vida cotidiana. Un ejemplo de ello, es la reciente promulgación del Mecanismo de Ajuste Fronterizo de Carbono o CBAM, por sus siglas en inglés, Carbon Border Adjustment Mechanism, por parte del Parlamento de la Unión Europea.
Dicha herramienta política y regulatoria, garantiza el trato justo a las mercancías que se producen y comercializan en los países miembros, derivado de las exigencias de reducción de carbono, como esfuerzo que coadyuve al logro de las metas de combate contra el cambio climático, con el cual se espera reducir el 55% del inventario de las emisiones en ese bloque geoeconómico.
El mecanismo tiene como rasgo principal la tasación arancelaria de las importaciones que ingresen a la Unión Europea que no cumplan con una huella ecológica de carbono, y cuya aplicación podría traducirse, según algunas fuentes, en la imposición de tasaciones arancelarias de hasta 35%. Esto, con el fin de evitar que ingresen bienes y servicios más económicos, pero más contaminantes, o que la producción nacional se traslade a países con regulaciones más laxas en materia de carbono.
La fase 1 se aplicará inicialmente a las importaciones de determinadas mercancías de las industrias del cemento, hierro y acero, aluminio, fertilizantes, electricidad e hidrógeno; para concretar su aplicación total al 100% de mercancías hacia el 2026. Si consideramos que México, conforme datos publicados por la Secretaría de Economía, exporta en promedio más de 20 mil millones de dólares anuales a la Unión Europea, representando tan solo el 4.33% de nuestro comercio al exterior, la imposición de impuestos al carbono por ese bloque comercial, erosionará las ventajas que ofrece el Tratado de Libre Comercio Unión Europea – México.
Y es que, aunque para algunos incautos el redireccionamiento de esas exportaciones al mercado tradicional norteamericano lo vean como una opción, no es sostenible en el futuro, cuando Canadá y Estados Unidos tomen medidas similares al CBAM, sin olvidarse que ya hay esfuerzos iniciales con un alto grado de madurez en esos mercados, tales como: el Cap-and-Trade Program de California, la Western Climate Initiative (WCI, Inc.), y la Regional Greenhouse Gas Initiative, donde participan estados o provincias como: California, Connecticut, Massachusetts, New York, Quebec, por mencionar algunas, que bien sentarán las bases para un Mecanismo con un alcance regional transfronterizo.
De tal forma, si se considera que el monto de negocios con el bloque del TMEC asciende a más de 400 mil millones de dólares en exportaciones al año, es hora de ocuparse con urgencia para responder a las futuras regulaciones descarbonizadoras del comercio internacional que puedan implementar los principales socios comerciales del país.
Si bien en México algunos estados como Guanajuato, Tamaulipas, Yucatán, y Zacatecas han emprendido un primer esfuerzo para tasar impuestos a las emisiones, lo cierto es que éstos aún son incipientes y navegan a contracorriente por una política energética regresiva, resultando insuficientes para encarrilar los esfuerzos de los agentes productivos y gubernamentales hacia una auténtica descarbonización, al ritmo que están teniendo otras economías con las que competimos para atraer la inversión extranjera directa.
Con base en el Ranking de Transición Energética publicado por el Foro Económico Mundial (WEF), 2023, México pasó del lugar 46 en 2021 al 68, muy por debajo de países como Brasil, Uruguay, Costa Rica y Chile, que se perfilan como mercados más atractivos por los esfuerzos emprendidos en el sector energético, afines a la reducción de la huella de carbono de sus economías.
En 2023 ya tenemos un panorama de regulación al carbono transfronterizo más agresivo que determinará el futuro a partir del 2026 en la arena europea, y la pregunta es: ¿Por qué la política energética actual centra sus esfuerzos en un fortalecimiento de los hidrocarburos, cuando el mundo trabaja en una agenda descarbonizadora en las cadenas productivas?
Si bien la existencia de hidrocarburos es un elemento de competitividad en un país como el nuestro, la innovación y los avances tecnológicos que ofrecen las energías limpias renovables plantean un esquema complementario para una descarbonización efectiva de las cadenas de producción, mediante la dotación energética y eléctrica a los sectores productivos con un enfoque de bajo carbono, el cual pueda dotar a México de una competitividad atractiva para la captación de inversión extranjera directa y fortalecimiento de la producción nacional vigente.
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