Por: Miriam Grunstein
¡Alarma! Una mañana despiertas cuando en lo alto ya brilla el sol. Es martes y tu celular no sonó. Estiras el brazo para conectarlo pero pronto te das cuenta de que no hay luz. Con razón el celular se descargó y no sabes ni qué horas son. La laptop, que dejaste prendida toda la noche, también está fundida. No hay luz, no hay manera de saber qué hora es; ¡pero hay café! Das tres pasos a la cocineta de tu depa. La cafetera, que también dejaste conectada en automático, para que tu espresso estuviera listo cuando despertaras, está fría, muerta. ¿A qué hora se habrá ido la luz?
Pero, si no hay luz, ni café, al menos habrá agua. Con eso seguro despertarás. Así que giras las llaves de la regadera y te metes bajo un chorro de agua caliente, luego tibia y al final, caen gotas frías sobre ti. El calentador seguro se apagó. ¿Era eléctrico? ¿O de gas? No lo sabes porque nunca te ha importado. Lo que ahora sientes es que no hay luz, no hay café y ni siquiera hay agua para bañarse.
Como sea, te tienes que ir a trabajar. Te pones la ropa como puedes, somnoliento, pringoso, y aun así te das ánimo: pronto estarás en la calle, sobre ruedas, volando en tu auto, rumbo al trabajo y ahí tomarás café, encenderás la computadora, cargarás el celular, tendrás tu videoconferencia en la gran sala de juntas, con las luces prendidas y el clima artificial.
No tardas en darte cuenta de que no hay luz, no solo en tu depa, sino en tu edificio. Como el elevador no funciona, bajas corriendo las escaleras y al llegar a la cochera no tardas en saltar como lince en tu coche deportivo. Quieres arrancar pero el motor, en lugar de rugir, permanece mudo. Está muerto como tu celular, tu cafetera, tu calentador y tu elevador. Ya muy agitado, das zancadas hacia la puerta y sales por fin a la calle. Pronto tomarás un taxi (no hay plataforma para Úber) y llegarás a tu oficina, con tu gente, tu café, tu celular, tu videoconferencia y tu clima artificial.
Mas de repente se te viene el mundo encima pues ves filas y filas de coches atorados en las calles, como animales camino al matadero, unos exhalando gases, mientras que otros se quedaron parados, tras su última gota de gasolina en el tanque. Los semáforos están apagados y hay gente deambulando en la calle, entre los coches, enfurecida y obnubilada. Legiones de cuerpos sudorosos descienden del transporte público, también atrapados en la congestión de coches, camiones, micros y autobuses. La boca del metro vomita la gente que logró salir. ¿Habrá muchos rehenes en los vagones? Por las aceras van legiones sin rumbo.
No hay manera de llegar a pie a trabajar pero, al ver que todos los negocios de tu barrio están cerrados, es posible que tu oficina también lo esté. Ahora no solo no hay luz, ni café, ni agua, ni elevador, ni gasolina, ni manera de circular en la ciudad. ¡Tampoco hay trabajo!
No sabes si has avanzado una cuadra, o dos, si has caminado todo el día, y toda la tarde, o si no has dado un paso cuando te das cuenta de que ya no tienes energía, ni tú, ni nadie más. Que va ponerse el sol y que, por no haber energía, no tendrás, ni luz, ni agua, ni café, ni manera de andar en coche o a pie, ni dinero que gastar, ni cosas que comprar, porque no habrá ruedas que traigan a ti todo lo que necesitas, deseas y consumes.
Y por fin sabes lo que es un solo día, sin energía.
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