Por Vanessa Maggiore Gómez Asencio , Coordinadora de la licenciatura en Economía, Universidad Anáhuac Mexico Norte
Ante la preocupación de la crisis climática, la transición energética emerge como una solución primordial para atenuar, o al menos contenerla, dado que el sector energético representa la mayor fuente de emisiones de gases de efecto invernadero (GEI).
Al analizar los compromisos de los líderes mundiales para limitar el calentamiento global a 1.5ºC, reducir las emisiones de GEI hasta un 60% en 2035 o establecer objetivos de emisiones netas cero para 2050 en torno a la COP28, es evidente que no solo debemos centrarnos en los aspectos políticos, tecnológicos, financieros y ambientales de la transición, sino que las personas son el verdadero centro del desafío que tenemos por delante.
A menudo se da por sentado que las dimensiones ambientales, económicas y sociales del desarrollo sostenible van de la mano y se benefician mutuamente. Sin embargo, al momento de diseñar políticas públicas e implementar modelos de negocio para promover este tipo de desarrollo, la dimensión social suele quedar relegada, recibiendo menos atención de la necesaria. Si no atendemos los aspectos sociales y de derechos humanos de la transición energética, sencillamente no lo lograremos. Requerimos una transición justa.
Pero ¿qué es esto de una “transición justa”? Básicamente, se trata de asegurarnos de que el paso de los combustibles fósiles a una economía verde sea justo para todos, incluyente y respetuoso de los derechos humanos. Significa que los beneficios se repartan de manera justa y que apoyemos a quienes puedan verse afectados económicamente o en su forma de vida.
En definitiva, esto no es una tarea fácil. El impacto de la transición energética en el empleo y los derechos de los trabajadores es de gran preocupación. Por ejemplo, en Sudáfrica el 90 por ciento de la energía viene de plantas de carbón y 82 mil personas trabajan en ese sector. En México, en solo cinco municipios de Coahuila se extrae el 99 por ciento del carbón del país. Este negocio ha cobrado la vida de miles de mineros, actividad que contamina el aire, los ríos y causa enfermedades. Pero es la fuente de ingresos para miles de personas. Cambiar a energías más limpias sin un buen manejo podría causar conflictos y problemas económicos y sociales graves.
Por otro lado, desde el 2016 hasta el 2022, Mongabay Latam ha publicado más de 160 historias sobre los impactos de las actividades petroleras en Bolivia, Colombia, Ecuador y Perú. Estas historias muestran cómo durante más de cinco décadas ha habido derrames de petróleo y cómo las comunidades indígenas han protestado por la contaminación y los problemas ambientales en la Amazonía. Algunos casos incluso han llegado a la Corte Interamericana de Derechos Humanos. En estas áreas afectadas, los problemas de salud son comunes debido a la contaminación del suelo, el agua y la vegetación. Otro caso ocurre con los pueblos indígenas de Canadá, quienes se han enfrentado no solo a la industria petrolera sino también a los bancos internacionales que han financiado la construcción de oleoductos en sus tierras.
Desafortunadamente, este tipo de conflictividad social no es ajena a la industria de las energías renovables. Según, la Agencia Internacional de Energía, en el marco del Desarrollo Sostenible para cumplir con los objetivos internacionales como el Acuerdo de París, se prevé un aumento significativo en la demanda mundial de minerales críticos para la transición energética. Para el año 2040, se espera que la demanda de litio aumente hasta 42 veces, la del grafito 25 veces, cobalto 21 veces, níquel 19 veces y la de cobre 2,7 veces. Esto requerirá expandir considerablemente la capacidad de extracción y procesamiento de estos minerales.
Sin embargo, la forma en que se extraen estos materiales es vista como un peligro para los derechos humanos. Por ejemplo, la regulación insuficiente de las prácticas industriales ha dañado a comunidades en América del Sur y África. La mayoría del cobalto mundial (dos tercios) proviene de minas en la República Democrática del Congo, donde comunidades son desplazadas para dar paso a las minas de cobre y cobalto. Niños de apenas siete años trabajan en minas artesanales en condiciones peligrosas y con bajos salarios. En el Salar de Atacama, la extracción de litio y cobre amenaza los derechos de los pueblos indígenas y los recursos hídricos, poniendo en riesgo ecosistemas vitales y el derecho a la autodeterminación.
Desde el 2010, el Centro de Información sobre Empresas y Derechos Humanos (CIEDH) ha dado seguimiento a acusaciones contra la industria de las energías renovables. Las acusaciones se han presentado en todas las regiones y en los cinco subsectores de dicha industria (eólica, solar, bioenergía, geotérmica e hidroeléctrica), que van desde adquisiciones ilegales de tierras, condiciones laborales peligrosas, intimidación y daños a comunidades indígenas. América Latina es la región con el mayor número de denuncias (61% a nivel mundial).
Además, según el Índice de Energía Renovable y Derechos humanos, la mayoría de las empresas del sector carece de políticas cruciales de derechos humanos para prevenir abusos contra comunidades y trabajadores, aspecto fundamental para garantizar una transición justa. Ninguna de las empresas analizadas cumple plenamente con su responsabilidad de respetar dichos derechos según los Principios Rectores de las Naciones Unidas. Esto evidencia que la industria aún tiene mucho por hacer para integrar el respeto a los derechos humanos de las comunidades y los trabajadores en sus prácticas comerciales y cadenas de suministro.
En resumen, al igual que las innumerables cuestiones de derechos humanos que se han asociado durante mucho tiempo con la industria de los combustibles fósiles, también hay casos en los que los derechos humanos se han visto afectados negativamente en la actividad de la industria de las energías renovables.
La ausencia de una política sobre los derechos humanos y la generación de energía ya sea por fuentes fósiles o limpias, pone en cuestionamiento la noción de desarrollo sostenible. La demanda de energía cada vez es mayor, la crisis climática se acelera y la transición energética urge, pero las soluciones climáticas no deben llegar a costa de los derechos humanos.
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