Por Luis Serra.
A pesar de ciertos repuntes en algunos países del mundo en el número de contagios de COVID-19, el 2021 cierra con la expectativa de que cada vez estamos más cerca de volver a la vida que conocíamos previo a la pandemia. Es díficil caracterizar este año por un solo evento, particularmente desde la perspectiva del sector energético. No obstante, le propongo considerar el aprendizaje de lo ocurrido en febrero pasado en Texas y el norte de México. Sobre todo, a la luz de un año en el que, por un lado, el sexto reporte del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático nos ha recordado que la ventana de tiempo para actuar se agota y, por el otro, el gobierno federal en México lanzó su última ofensiva por dirigir al país a un destino que no está alineado con la transición y la seguridad energética.
Texas es un estado de la Unión Americana con gran capacidad de producción de energía, pero también con amplias necesidades de consumo. A pesar de su creciente diversificación y extensa infraestructura, su población sufrió las consecuencias de contar con un sistema energético aislado, el cual fue incapaz de adaptarse a un cambio drástico y brusco en condiciones inesperadas. La resiliencia de los sistemas energéticos es una característica fundamental para la promoción de la seguridad energética.
El año que está por culminar, pone de manifiesto que la incipiente recuperación económica que algunos países han experimentado puede ser ensombrecida si no se toman de inmediato acciones que modifiquen nuestros sistemas energéticos. Algunos gobiernos han sido incluso más enfáticos en detonar su transición energética justo como una piedra angular para el establecimiento de un ecosistema virtuoso de empleo e inversión.
Para México, 2021 representó la mitad de camino de una administración con resultados sombríos en diferentes arenas, y particularmente deplorables en materia energética. Si algo evidenció el acontecimiento de febrero pasado es que un sistema energético sin resiliencia no está facultado para atender las necesidades básicas de la población y que, mucho menos, podría constituirse como una “palanca del desarrollo” -como argumenta el Ejecutivo- que genere valor en la economía.
Este 2021 nos regaló un pequeño indicio de qué podemos esperar, a otro orden de magnitud, si la duda o desidia por reorientar el rumbo de unos pocos se superpone a los límites impuestos por el planeta en la gestión de los recursos energéticos. El desafío es, además, de tal magnitud que no puede ser afrontado solo por un gobierno. Nuestro país merece un sistema energético que cimente las bases para una economía de valor y una sociedad en florecimiento. La visión que el Ejecutivo propone es, en cambio, una pieza más de su proyecto de división y de clientelismo político.
Para leer la columna completa, consulte la próxima edición de Global Energy.