Por Miriam Grunstein

Hoy no tengo ánimo de escribir. De por sí, desde hace tiempo, que se me ha secado la pluma. El tema de la energía en el país está agotado, o tal vez lo estoy yo con ella. Pero debo hacer un esfuerzo por un amigo que, amén de un petrolero entero, fue un escritor suelto y desenfadado. Este mes faltará en este espacio y en las vidas de muchos, fuera y dentro del sector. La tierra, que él exploró de cabo a rabo, para arriba y para abajo, está de luto.

Hoy hablaba con Miguel Alberto de Luis Vielma. Así vivo mis despedidas. Si no hablo de quien se fue, no digiero la ausencia. Miguel confirmó lo que yo sospechaba: a pesar de ser un personaje célebre y por todos los petroleros conocido, de aquí y en muchas partes, Luis fue un hombre selectivo y muy celoso de su vida privada. Sonrío al recordar lo mucho que le gustaba hablar en público pero atesoro aún más nuestras conversaciones entre cuatro ojos.

Y sí, Luis me hizo ver muchas cosas que no conocía sobre la tierra y bajo ella. Tenía esa curiosidad innata del petrolero auténtico; con ese apetito de búsqueda que no cede ante el riesgo –con esa quietud atenta de quien pasa la tormenta que columpia la plataforma en altamar. Luis fue uno de los hombres más equilibrados que tuve la fortuna de conocer y me enseñó a vivir en calma las tempestades.

Además de selectivo, Vielma fue muy generoso. Fue director de la fundación llamada “Chapopote”,  al igual que su historia novelada sobre el petróleo en México, que brindó becas y apoyos a jóvenes interesados en la industria de los hidrocarburos, en instituciones de mucho reconocimiento, como la Facultad de Ingeniería de la UNAM. La educación fue otro llamado que compartimos y me sumó a varios cursos, talleres y charlas que organizó para Pemex, AMESPAC y otros foros; y, a diferencia de algunos anfitriones, que conocen un espíritu disruptivo que a veces me atrapa y domina, nunca pretendió darme línea –mucho menos censurarme. Al contrario, se preciaba de tener una amiga y ponente dispuesta a fracturar las barreras convencionales.

Creo haber conocido más a Vielma cuando, a petición mía, me brindó una de las oficinas de CBM –su empresa– para que, desde ahí, trabajara en mis proyectos. La pandemia estaba por ceder y me sentía como en plataforma, muy aislada. Me instaló en un lugar muy cómodo, me regaló un cuaderno, plumas, e instruyó a su equipo que estuvieran atentos de que nada me faltara. Poco después, me sumó como parte de su equipo para un proyecto gigante, con muchas aristas jurídicas. Él sabía que estaba lista para desentrañar al gigante; que el proyecto estaba a mi gusto y medida. Los proyectos inmensos, al igual que la escritura y la educación, nos unían.

Luis fue un Lobo, la cabeza de una manada compacta y elegida sobre la cual ejercía una gran jerarquía intelectual y moral. Dentro de ella, sólo fui una cachorra adoptiva. Pero dicen que los rescatados solemos ser muy agradecidos. Creo que me faltó la oportunidad para decirle lo mucho que le quedé a deber. O tal vez fue tanto que, aun si viviera, las palabras se quedarían cortas. Ahora que ya no está, tan sólo puedo aullar a la luna, con la esperanza de que, por lejos que ande en su camino , me escuche, el Gran Lobo.

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