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El Regreso del Peak Oil

Por Juan Arellanes Arellanes, académico de la Facultad de Estudios Globales de la Universidad Anáhuac México

Hace poco más de un año, en estas mismas páginas, analizaba la tensión entre dos narrativas contrapuestas: el Peak Oil, el límite físico impuesto por la geología, y el Peak Oil Demand, el límite voluntario marcado por la transición energética. En los últimos años, el discurso dominante fue este último, acompañado de las promesas de Net Zero Emissions. La Agencia Internacional de Energía (AIE) y la mayoría de los gobiernos abrazaron la idea de que abandonaríamos los fósiles por convicción, no por escasez. Era un relato confortable que ocultaba una realidad incómoda: la producción de petróleo convencional –el más fácil y barato de extraer– lleva años en declive irreversible en cuencas maduras, con México, Noruega, Argelia, Reino Unido e Indonesia a la cabeza. El crecimiento de la oferta global se sostenía sobre los recursos no convencionales (deepwater offshore, Tight Oil y oil sands), notablemente más costosos y menos versátiles.

En septiembre de 2025, la propia AIE ha publicado un informe demoledor: The Implications of Oil and Gas Field Decline Rates. Este documento técnico y minucioso comienza de manera contundente: “El debate sobre el futuro del petróleo y el gas natural tiende a centrarse en las perspectivas de la demanda, con mucha menos consideración sobre cómo podría evolucionar la oferta. Esta asimetría es errónea…”. Las cifras del informe son contundentes. El 90% de la inversión mundial en exploración y producción (upstream) desde 2019 se ha destinado simplemente a compensar la caída natural de los campos existentes, no a aumentar la producción neta. La tasa media de declive observada es del 5.6% anual para el petróleo convencional y del 6.8% para el gas natural convencional. Si se detuviera toda inversión, el colapso sería del 8–9% anual. Los recursos no convencionales, como Tight Oil y shale gas, son aún más vulnerables, con caídas que pueden superar el 35% anual si no se perforan nuevos pozos. El 80% del petróleo y el 90% del gas que consumimos provienen de yacimientos que ya han superado su pico de producción.

Estos datos pintan un panorama estratégico muy complicado. Mantener el suministro global estable hasta 2050 requeriría inversiones anuales descomunales. Pero el desafío no es solo financiero; es principalmente geológico. Para cubrir el déficit de oferta, sería necesario descubrir cada año el equivalente a 10,000 millones de barriles de petróleo y 1 billón de metros cúbicos de gas, una hazaña que duplica lo que la industria logra actualmente y que ni la tecnología ni el capital masivo parecen poder alcanzar.

La evolución de la inversión en exploración y producción confirma estas tendencias. Aunque en 2015 se destinaron 870 mil millones de dólares, tras la caída del precio del crudo y la pandemia la cifra ronda hoy los 600 mil millones, con perspectivas de caer a 570 mil millones en 2025. Más que expandirse a nuevas áreas, el dinero se concentra en mantener campos existentes (40%) y sostener el frágil auge del fracking en Estados Unidos (20–25%), mientras Oriente Medio acapara una quinta parte del gasto global pese a sus bajos costos. La paradoja es evidente: se invierte tanto o más que antes, pero cada dólar rinde menos barriles, revelando un sector que prolonga activos maduros y se apoya en recursos cada vez más caros y de rápido agotamiento. Invertir más para producir cada vez menos no es un problema exclusivo de México.

La historia reciente nos muestra que no se trata de un fenómeno aislado. En los años setenta, la caída de la producción estadounidense tras su pico de 1970, combinada con la revolución iraní y el embargo árabe, disparó los precios y desató la primera gran crisis energética global. Entre 2005 y 2006, el final del crecimiento del petróleo convencional coincidió con la industrialización acelerada de China y con las guerras en Medio Oriente, lo que llevó a un prolongado periodo de precios por encima de 100 dólares el barril y abrió la puerta al auge del fracking. Hoy, tras el pico global de noviembre de 2018 y una década de meseta en torno a los 82 millones de barriles diarios, el patrón se repite: los límites geológicos convergen con tensiones geopolíticas, y el resultado es otra espiral de precios y vulnerabilidad.

Las implicaciones actuales son profundas. Si no se mantiene este flujo gigantesco de inversión, la producción global se contraerá y se concentrará en las únicas regiones que poseen campos convencionales supergigantes con declives más lentos: Oriente Medio y Rusia. Esto aumenta drásticamente la vulnerabilidad energética de Occidente. El caso de Estados Unidos es paradigmático: el fracking lo convirtió en el mayor productor mundial, pero la naturaleza no convencional de estos yacimientos lo condenan a una inversión creciente para evitar un declive acelerado.

En la última década se produjo una transición energética, pero no hacia energías renovables, sino un traslado del poder industrial del Occidente colectivo (OCDE) hacia Asia. En ese periodo, el consumo energético de los países de la OCDE cayó 3%, mientras su PIB se expandió más de 50%. Esta aparente contradicción revela un crecimiento sostenido por endeudamiento y financiarización, no por un aumento real en la producción material. Europa vive una desindustrialización acelerada, con cierre y traslado de plantas, pérdida de redes de proveedores, caída del consumo de acero y automóviles, y dependencia de importaciones estratégicas costosas como los fertilizantes. La prohibición de importar carbón y gas rusos precipitó además un declive forzado en el uso de combustibles fósiles, lo que redujo emisiones al precio de una pérdida permanente de capacidad productiva. El resultado es una economía frágil que se sostiene en la apariencia de crecimiento gracias a más deuda y sobrecarga financiera.

Mientras tanto, el resto del mundo aumentó su consumo energético en 26% en la última década, impulsando un crecimiento material –aunque también insostenible a mediano plazo– y consolidando un cambio en el centro de gravedad global. China, India y Rusia han incrementado su peso relativo, al tiempo que Europa y Estados Unidos disminuyen su consumo de energía. El mapa energético y geopolítico se está reconfigurando: Occidente enfrenta los límites de su modelo, mientras Oriente gana fuerza en un escenario de competencia por recursos escasos y declinantes.

El informe de la AIE confirma lo que la geología venía insinuando: el problema central no es la demanda, sino la oferta. La narrativa del Peak Oil Demand funcionó como discurso reconfortante pero ilusorio. La física se impone. Las leyes de la termodinámica, no las del mercado, rigen la evolución del escenario global. El regreso del Peak Oil no anuncia el fin del petróleo, sino el fin del petróleo fácil y barato. Cada barril adicional será más difícil, más caro y más conflictivo de extraer. La transición energética ya no es solo una cuestión de voluntad climática, sino una carrera contra el reloj de la declinación de los campos existentes. El Peak Oil ha regresado.

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